Comentario
Durante la noche del 5 al 6 de febrero, dos regimientos americanos, el 168.° y 135.° de la División 34.ª, general W. Ryder, lanzaban un doble ataque hacia Montecassino, uno por el Norte a través de la cota 593, el llamado monte Calvario, y el otro, más al Sur, sobre la cota 349. A pesar de ocupar el Calvario la resistencia germana hizo fracasar el intento.El general Ryder, ante las fuertes pérdidas, decidió renunciar en vez de lanzar a la lucha a sus últimas reservas. Se equivocó. Enfrente, los alemanes estaban en las últimas y tras aquella línea no había nada más que el trazado casi rectilíneo de la vía Casiliana. Un nuevo empujón norteamericano y la ruta de Roma hubiera quedado libre.Al día siguiente ya no se produciría una oportunidad similar. Llegaron refuerzos alemanes. El general Baader, un duro, se hacía cargo del frente y una nueva y temible fuerza entraba en escena: los paracaidistas alemanes de la 1ª División, general Heidrich, que para demostrar su prestigio tomaron el Calvario en un solo asalto.El 12 de febrero, el general Keyes, jefe del 2.° Cuerpo de Ejército USA, solicitó de la desgastada división 34.ª un postrer esfuerzo. Detrás del valle del Rápido se encontraban los neozelandeses de la 2.ª División y la 4.ª División india, preparados para apoyar la ruptura y la victoria.Ryder movió escéptico la cabeza, pero hizo atacar a sus hombres. Bajo una lluvia torrencial que imposibilitaba todo apoyo aéreo, los batallones americanos perdieron la protección de sus atrincheramientos y se lanzaron hacia la neblinosa silueta de la abadía. Apenas habían recorrido 300 metros con débil oposición cuando un demoledor fuego de barrera les hizo aplastarse contra el barro. Al día siguiente, los indios avanzaron para relevar a los americanos.La base de los montes estaba siendo de nuevo batida por la artillería germana. Pronto las granadas estallaron entre sus filas. Fue imposible efectuar el relevo durante las horas de luz. Ryder estaba descompuesto en el valle. Ningún mensaje recibido le aclaraba lo que sucedía.El espectáculo que encontraron los indios acostumbrados a las duras batallas de la Línea Mareth contra el Afrika Korps, sobrepasó todas sus experiencias. El terreno estaba sembrado de muertos y moribundos. Los supervivientes permanecían agazapados en las hondonadas y los embudos de la artillería. De los 3.200 hombres de Ryder, sólo bajaron 840.Ese mismo día, un hombre vestido con uniforme británico sobre el que destacaba la cinta morada de la Victoria Cross, observaba meticulosamente la panorámica que se abría ante él. Los hongos negros de los proyectiles pesados el tableteo de ametralladoras y el confuso batir de los gritos, todo el sordo y enervante tumor de una feroz batalla, parecía pasar por sus ojos, clavados en la silueta inconmovible de aquella construcción obsesiva que lo dominaba todo. Su resolución estaba tomada.En el cuartel general del V Ejército, Clark, parpadeó dos veces ante la petición que le hacía aquel severo oficial de rostro curtido por el sol. Era sir Bernard C. Freyberg, un neozelandés legendario, héroe de la Primera Guerra Mundial, puño de hierro de Montgomery en El Alemein y verdugo de los paracaidistas alemanes de Student en la desesperada lucha por Creta (7).Pero lo que pedía era demasiado: arrasar la abadía de Montecassino. Golpe temerario, tanto militar como político: el Vaticano reaccionaría y los italianos pondrían el grito en el cielo.Clark decidió poner el asunto en manos de Alexander. A fin de cuentas, era uno de los suyos quien se lo pedía. La respuesta no tardó en llegar: "Si Freyberg insiste, adelante".El general Keyes protestó, considerando la acción innecesaria. Incluso sir Maitland Wilson, comandante en jefe en todo el Mediterráneo, y su adjunto, el general americano J. Devers, sobrevolaron la abadía en un vuelo de reconocimiento.Les pareció observar tropas alemanas y hasta antenas de radio. Fue una apreciación errónea (8). En la abadía sólo había refugiados bajo la protección del 297.° sucesor de la regla de San Benito, el abad mitrado Dom Giorgio Diamare. Las fuerzas alemanas tenían órdenes estrictas de situar sus líneas 350 metros por debajo de los grandes muros del monasterio.El 15 de febrero, mientras Anzio se aproximaba a su punto crítico, 142 fortalezas volantes B-17 daban una terrorífica pasada sobre la abadía, dejando caer 350 toneladas de bombas de alto explosivo e incendiarias (9).La basílica y los edificios del interior se vinieron abajo. Pero, las paredes externas de aquella ingente mole resistieron. Dos días después, los alemanes hacían evacuar la abadía y conducían a Roma al octogenario abad y a los monjes. Desde 1912 no había salido de allí. Las veneradas reliquias de San Benito, San Apolinar y San Desiderio salieron con los últimos Tintoretto, Rafaellos y Leonardos que no habían sido antes salvados.Los paracaidistas de Heidrich, con sus granadas de mango, lanzallamas, ametralladoras MG-42 y los nuevos fusiles de asalto, los Sturmgewher, tomaron su lugar parapetándose tras las enormes montañas de escombros. Anticarros y morteros pesados se ubicaron bajo cada ángulo forzado, en cada grieta disponible. Los aliados les proporcionaron la más impresionante y perfecta fortificación que pudieron imaginar.Del 16 al 18 de febrero, los indios de Sussex, los maories del 20 Batallón y la Brigada 7.ª lanzaron repetidos ataques contra el pueblo y el monasterio. Fueron otros tantos y sangrientos fracasos. Alexander ordenó el cese del fuego y dijo a sus ayudantes que la batalla se reanudaría "después de un bombardeo digno de tal nombre".